DIGO LO QUE PIENSO

miércoles, abril 16, 2008

“ LOS AMANTES DE LA ALEGRIA “


“Esta murga se formó un día que llovía, por eso le pusimos.......”
Así comenzaba la canción con la que se presentaba la murga formada por los chicos de la cuadra, habitantes de esa calle donde terminaba el asfalto.

El grupo iniciaba los preparativos mucho antes que llegara Carnaval, cuidando con tiempo de alistar el vestuario, los instrumentos e inventar, adaptar o plagiar nuevos cánticos, excepto claro está, el consabido estribillo de presentación.

Luisito Bustelo, hijo de un “motorman” de tranvía de la Compañía Anglo, oficiaba de director, ya que por edad y temperamento era el líder indiscutido de la barra. Más allá de los murguistas ocasionales, esos que en todos los grupos existen, la murga tenía componentes de “fierro”, es decir los históricos, los que todos los años participaban de ella: Jesús, Osvaldo, Caramanchada, Pichón, el tano Nico, el Noi y el Faina Chico.

El flaco Jesús no hacía honor a su nombre. Lo habían echado de la escuela pública por incorregible y cursaba el segundo grado en una escuela de curas. Osvaldo, el gordito del grupo, iba siempre a la cola de la hilera bullanguera debido a su andar cansino. Caramanchada, a quien en el barrio llamaban así por una pequeña mancha, parecida a una frutilla, que tenía en la cara y que según se decía era el producto de un antojo incumplido de su madre durante el embarazo. Pichón, delgado y de pelo rubio ensortijado, era huérfano de madre y por lo tanto el hijo de todas las otras “viejas” y a la hora del almuerzo, siempre tenía reservado un lugar en la mesa de alguno de sus amigos. Era como un hermano para todos. El tano Nico, hijo del verdulero, tenía una voz maravillosa que le permitía cantar desde una “canzonetta” hasta un tango en sus solos interpretativos dentro de la murga. El Noi, a quien le pusieron este apodo porque cuando era muy chico y al modo de sus mayores, en lugar de decir nosotros decía “noi”. El “luthier” del conjunto era el Faina Chico, así llamado para diferenciarlo de su hermano mayor apodado Faina Grande. Ambos eran los hijos del pizzero.
Sin que existiera un código escrito, el vestuario de la murga. de la cintura hacía abajo, era libre. Generalmente se trataba de un viejo pantalón arremangado que se arrastraba por el suelo barriendo las veredas y zapatillas de lona con suela de goma o alpargatas.

El cuerpo, normalmente desnudo, se cubría con una prenda confeccionada en arpillera. La del conductor del grupo era de tipo levita, con faldón ribeteado en color rojo y el resto vestía chalecos festoneados en vivos colores. El director llevaba en su cabeza la tradicional galera de cartulina negra, en una mano la clásica “batuta” y en la boca un pito estridente con el cual
marcaba a los demás lo que debían hacer.
Como maquillaje utilizaban un negro descolorido que se obtenía quemando un corcho que luego los murguistas frotaban sobre su piel, para simular bigotes, peritas o prolongar patillas, como también para trazar caprichosas líneas sobre sus brazos desnudos.
Los instrumentos con que acompañaban sus cánticos eran muchos. El más elemental: dos tapas de cacerolas de aluminio que se golpeaban entre sí. Utilizaban también dos listones de madera con una lata de conserva en cada uno de sus extremos, ensamblados por un tornillo con arandela y tuerca. El instrumento se accionaba igual que una tijera de cortar césped y emitía un sonido disonante, pero efectivo. Otro: un trozo de palo de escoba que sostenía una lata de aceite a modo de violín y que era golpeada con una vara de mimbre para marcar el ritmo.

Jesús hacía sonar un viejo cornetín que había encontrado vaya uno a saber donde y Caramanchada esgrimía un alambre en el cual estaban ensartadas gran cantidad de tapitas de bebidas que al ser agitadas en un sube y baja acompasado, chocaban entre sí y emitían un particular sonido de “tachín, tachín”. No faltaba el tambor de lata, la armónica y una bocina que sonaba al ser apretada la bocha de goma que tenía en un extremo.
Al caer la tarde, cuando los juegos con agua habían terminado y los vecinos salían a a la calle a tomar fresco, sentados en reposeras , sillas o banquitos con asiento de paja, aparecía la murga para brindar su alegría a la gente del barrio, haciendo sonar sus instrumentos, cantando y saltando. Se acercaban a las puertas de las casas para “ofrecer sus graciosos servicios” diciendo: “ le cantamos diga “ o bien “ le cantamos doña”. Si el convite era aceptado, comenzaban a desparramar su algarabía cantando versos insinuantes o directamente picantes, según captaran el gusto de su improvisado auditorio o bien respondiendo a ciertas sugerencias que le hacían los hombres para escandalizar a las mujeres.

Al finalizar cada actuación cosechaban monedas, la ofrenda de una bebida o algunas veces un puntapié en el trasero, cuando se ponían pesados o traicionados por su intuición , se excedían en el vocabulario empleado.

Una vez finalizado el periplo del día, regresaban cansados, con la pintura de la cara “corrida” y se sentaban en el cordón de la vereda, para contar y repartirse las monedas recolectadas.

Estas actuaciones se repitieron durante varios Carnavales, hasta que un día no se vio regresar al grupo a la cuadra. Cuentan que esa vez, al llegar las primeras sombras de la noche, la murga se encaminó silenciosa hacía el poniente y se perdió de vista detrás del paredon de la estación del tren. ¡Ese fue el día en que “ Los Amantes de la Alegría ” se marcharon por las calles del barrio, para nunca más volver!


José Pedro